Se alimenta como un parásito de la sangre,
nos hace sangrar por los ojos y la boca.
En nuestro tácito silencio no hay más que sangre,
reseca y corrompida por la desidia y el miedo.
La sangre abandona gota a gota,
abstinencia a abstinencia,
deber a deber,
nuestros cuerpos.
Se quedan como frías estatuas,
blancas, duras, estáticas;
cadáveres, despojos de humanidad.
Insensibles a los golpes del viento,
la lluvia, la nieve o el fuego.
Deshechos de sentimientos,
harapos de personas,
inercia en cada mísera conexión neuronal.
Autómatas colgantes de los hilos
mortecinos de la costumbre.
Y así, nacimos libres y nos reprimieron los reprimidos.
Quisimos liberarnos y nos reprimimos nosotros mismos.
La envidia nos hace querer reprimir a los libres o liberados.
Otrora, cada cual fue feliz,
pero la felicidad se escapa como arena entre los dedos,
mientras miramos con exasperación y desencanto
el infinito horizonte del mar que nos consumirá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario