lunes, 27 de abril de 2015

Paseo por el bosque

Caminaba con el viento a la espalda, empujada como un barco de vela, surcando hojas caídas. La brisa jugaba con sus cabellos de ébano, que le cubrían el rostro en ese atardecer rojizo y eterno. Los cristales de los edificios reflejaban la luz como espejos antitéticos. Las pisadas se confundían en el tumulto de hojas secas. Fuera del oasis de árboles semidesnudos, bullía la ciudad metálica y fantasmal.
Elia caminaba solitaria en el gentío, escurriéndose del torrente humano para huir a lo solitario del paseo en el río. En la ribera estaban los árboles desnudos; el olor a vida y a agua le inundaba los pulmones. Siguió caminando hasta que no hubo gente y la roca sustituyó al cemento, hasta que hubo pinos espesos que se agitaban estremecidos montaña arriba. El rumor del agua reverberaba entre las piedras del fondo de la hondonada, y una cúpula de ramas se sacudía sobre su cabeza. En la otra orilla se explayaba la pradera de cultivos, que atrapaban los últimos rayos del sol fugitivo. En la ribera y la cornisa imperaba la húmeda penumbra, mientras la hiedra trepaba, reptando por los fustes sombríos hacia la luz.
Elia, en su caminar, observaba el mundo con unos ojos que reflejaban el ámbar y la ceniza del lugar.
Llegó a una roca temeraria, y se sentó en ella, con los pies colgando hacia el vacío entre ella y el agua fluyente. Cerró los ojos y esperó, sintiendo cada caricia del viento, cada olor de vida, el tacto de la roca, los sonidos silenciosos. Cuando, rato después, abrió los ojos, ya no estaba sola. Sentada en su roca había otra respiración.

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